«Nadie aprecia un bien hasta que lo ve perdido.»
Refrán popular
Hay tantas cosas en la vida dadas por seguras, que ni siquiera reparamos en ellas.
Generalmente, al iniciar el día; la mayoría de nosotros enseguida activa el piloto automático para comenzar a hacer nuestras mil y un tareas. A lo largo de esas horas, ni siquiera imaginamos la hermosa, precisa y compleja coreografía que nuestro cerebro coordina para que cada uno de los movimientos que estamos realizando sea posible.
Por ejemplo, algo tan sencillo como lavarnos los dientes.
Hace casi cuatro años una mañana encontré con que ya no podía hacerlo. Mi cerebro dictaba: «–Mano, mueve el cepillo» y la mano, como si nada. Rápidamente comencé a advertir como mi muñeca izquierda se volvía cada vez más insumisa.
Acudí al médico, quien supuso era un nervio oprimido y me recetó un tratamiento. Pero pasaron los meses, y la mano continuaba con su rebeldía adolescente: ya no me permitía manejar el ratón de la computadora (u ordenador si me leéis en la Madre Patria), y después comenzó a ser cada vez más difícil escribir y usar los cubiertos. Sin saber cómo, mi mano se estaba convirtiendo en algo ajeno.
Así empezó este viaje.
Esto me lleva a reflexionar en cuántas cosas de la vida no están garantizadas, y en realidad son pequeños regalos que recibimos cada momento sin advertir su gran valor. Por ejemplo, algo tan maravilloso como poder usar un cepillo de dientes.
Esta tarde de otoño, reducido al pequeño espacio de mi casa, observo como la luz que se filtra por la persiana pinta de oro los objetos en mi mesa mientras Tchaikovsky suena y logro teclear nuevamente con mi mano desobediente, pulsando cada letra con un corazón feliz y pleno de gratitud por lo que tengo aquí y ahora, que es en realidad muchísimo.

Que bien escribes querido Robert, me atrapa tu forma de hacerlo con cosas tan sencillas, las vuelves profundas.
TQM
Me gustaMe gusta